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el informador informal

Derechos de autor y autores con derechos

Al caer el sol los de siempre extienden sus paños cargados de copias pirata por los lugares habituales. Siempre están donde se les vea, donde puedan mostrar su pan de cada día y ofrecérselo a aquellos transeúntes que se alimentan con sucedáneos copiados del original. Cuando se quejan las tiendas oficiales se les persigue, más que nada porque también dicen que afean la imagen oficial de la ciudad.

Cuando amanece las casas de discos ponen en marcha sus máquinas productoras de canciones, su estructura organizativa legal de la que saldrán productos que también alimentarán los gustos musicales pero no de transeúntes, sino de compradores con IVA incluido. Por todo ello a los autores apenas les quedará menos del diez por ciento de las ventas pero, claro, estos en vez de rebelarse contra los auténticos usureros que disponen de la maquinaria, se enfrentan con la pobreza callejera y la culpan de sus males monetarios, como si ellos fueran los causantes de que los cantantes trabajaran para las pingües cuentas de resultados de multinacionales con sede más allá del mar.

Durante las veinticuatro horas de cada día, internautas del orbe conectan sus máquinas y montan un mercado de intercambio virtual, símbolo de la democracia más participativa que en una sociedad comercial hubiera (pero, claro, atentando contra sus normas mercantiles más especuladoras). Todos conjugan el verbo “grabar” sin fallar en ningún tiempo, mientras su trueque molesta a los dominadores oficiales del entramado montado en torno a la música.

Multinacionales, sociedades generales de autores (o sea, gremios defendiendo sus intereses: los de ellas), gobiernos y algunos autores ven peligrar los márgenes comerciales e impuestos afines y, en vez de comprender fenómenos anteriores y, si es su modelo, luchar contra la marginalidad con ideas innovadoras, todos juntos imploran por los derechos de autor. Siempre lo mismo: unos autores tienen más derechos que otros cuando el mercado que los domina se siente amenazado. A veces alguien les ilumina su modelo ya envejecido y cualquier Apple con su Ipod o Gilberto Gil con sus derechos compartidos, u otras empresas de venta de canciones por Internet, les descubren lo que se niegan a ver.

Imploran a los derechos de autor por obras en vinilo empaquetadas en celofán y con el código de barras puesto. Bien está que lo hagan si no fuera que habría que ver el conjunto de lo que implica ser autor y tener derechos. Porque Internet está llena de grandes ideas, de personas que ofrecen sin recargo sus brillantes genialidades, que comparten sus conocimientos gratis y nunca imploran derechos de autor. Quizá haya muchos ideólogos de piezas musicales que se hayan inspirado en un texto de internet, en una conversación oída en cualquier sitio o en una reflexión leída y nunca se le pasó a la voz de su amo extenderle un talón bancario como señal de pago por los servicios prestados. Hechos similares ocurren con tertulianos y opinadores profesionales, amantes del refrito que más se aplaude o del grito más populachero, los cuales se nutren de opiniones ajenas, de ideas fruto de llamadas telefónicas, de SMS, del correo electrónico o de artículos que cazaron al vuelo. Y tampoco se les ocurre otra cosa que cobrar su “actuación intelectual” sin avergonzarse por ello.

Todos los autores tienen derechos, incluidos aquellos que comparten ideas, quienes ayudan a pensar sin cobrar, quienes enseñan, quienes corrigen o producen algo y nunca recibirán nada a cambio. Y también y por encima de todo, los que tuvieron que abandonar su país y no les queda más remedio que extender por los suelos copias de ideas ajenas, porque las suyas propias no cotizan ni quieren ser escuchadas, en un mercado bastante marginador con el pobre o con el que no aparenta la última tendencia que pide la multinacional de turno o la “clase” intelectual de los allegados al poder.

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